miércoles, 10 de abril de 2013

Costumbres mexicanas que no lo son tanto


En México nos encanta romper piñatas en las posadas para luego luchar fieramente por obtener la mayor cantidad de dulces. Lanzamos cohetes al por mayor en los días de fiesta, principalmente en Navidad y en el Día de la Independencia, y hasta quemamos toritos. Y en las bodas una costumbre muy arraigada es la de lanzar arroz a los novios. Y desde siempre hemos creído que todas estas son tradiciones muy mexicanas. Y sí lo son, aunque su origen no es mexicano, sino chino.

Comienzo con la piñata. Desde épocas ancestrales, los chinos han basado su vida en los ciclos agrícolas, pues al ser una nación tan grande y con tanta gente, necesitan cuidar mucho sus sembradíos para evitar hambrunas. Bien, pues como un símbolo de buen augurio, en la época de la cosecha, los antiguos chinos acostumbraban elaborar figuras de vacas o bueyes y las rellenaban con granos y semillas. Luego, los mandarines, que eran los gobernantes de una ciudad o territorio, rompían estas figuras con varas de colores. Cuando las vacas se rompían y el contenido se esparcía por el suelo, la gente se llenaba de algarabía, pues se cumplía así con el ritual de fertilidad de la tierra, que “aseguraba” una buena cosecha en la siguiente temporada.
Tomada de internet
En el siglo XIII, el veneciano Marco Polo llegó a China a través de la Ruta de la Seda, camino que unía a Europa con Asia y en donde se comerciaba de todo. Marco Polo presenció esta costumbre y le gustó, así que se la llevó para su natal Italia. En el país de la bota la costumbre se adoptó en la época de la Cuaresma y se popularizó. Pero no se hacían figuras de bueyes, sino que se usaban unas ollas de barro llamadas pignattas, en donde se cocinaban diversos platillos conocidos también como pignattas.

De Italia, las piñatas pasaron a otros países de Europa, como España, y a través de la conquista llegaron a América. El país donde más se arraigó esta costumbre fue México, donde los religiosos las usaron como una herramienta para evangelizar a los indígenas. Y desde ese entonces, hasta el día de hoy, las piñatas forman parte de las costumbres mexicanas.

La quema de cohetes y toritos en las festividades tiene una historia similar. Recordemos que los chinos inventaron la pólvora en el siglo IX, pero no con fines militares, sino buscando una especie de “elixir de la vida eterna”, es decir, por casualidad. Y desde el siglo X, la pólvora se usó para fabricar cohetes que se utilizaban en la Fiesta de la Primavera, es decir, el Año Nuevo Chino, que marca el inicio de la época de siembra.
Tomada de internet
Según una leyenda, en la antigüedad, en vísperas de la Fiesta de la Primavera, un malvado monstruo llamado Nian (se pronuncia nien) salía de las profundidades del mar y asolaba los pueblos, destruyendo campos de cultivo y comiéndose a la gente. Pero un día, un sabio llegó con una solución para ahuyentar al Nian: colocar faroles rojos en las puertas de las casas y hacer explotar cohetes y fuegos artificiales. Cuando el Nian llegó, se asustó tanto con el ruido, las luces y el color rojo de las puertas, que huyó despavorido. Desde entonces, los chinos queman mucha pólvora en su año nuevo, y si no lo creen, vean este video que hice hace tiempo.

Se cree que también fue Marco Polo el que introdujo la pólvora en Europa, donde no sólo se usó con fines festivos, sino que comenzaron a utilizarla en armas de fuego. Como sea, la pólvora llegó a América de manos de los españoles, y con el tiempo, los mexicanos la adoptamos, entre otras cosas, para celebrar. Y si alguien no cree, que vaya a los pueblos a ver cómo se queman los toritos, o a la Feria de Zapotitlán, en el Distrito Federal, donde las batallas de castillos de pirotecnia son épicas, o al Zócalo el 15 de septiembre.

En cuanto a lo de lanzar arroz en las bodas, es una costumbre que también proviene de China. Como decía al principio, para los chinos la agricultura y sus ciclos son algo importantísimo. Y el cereal que ocupa el trono en la cultura china es el arroz, en el cual han basado su alimentación durante siglos y siglos.
Foto tomada de http://josefinahuerta.blogspot.com

Bueno, pues en las bodas de los chinos antiguos se acostumbraba lanzar arroz a la nueva pareja de esposos como símbolo de buen augurio y de fertilidad. Y claro, representaba una cierta presión social para que comenzaran de inmediato la tarea de tener hijos (que en el futuro ayudarían en las labores del campo). No lo hacían con el sorgo. Tampoco con el mijo, no, no, no. Lo hacían con el cereal supremo, el rey en la vida de los chinos: el arroz.

¿Cómo pasó a América, y a México en particular? Eso no lo tengo muy claro. Pero lo que sí es cierto es que esta costumbre, de origen chino, sigue presente en las bodas mexicanas, aunque con el paso de los años se ha modificado y en lugar de arroz, en algunas bodas se lanzan burbujas de jabón o pétalos de rosa.

Y ya de pilón les cuento una curiosidad. En México, a la gente con el pelo rizado o “quebrado” solemos decirles chinos. Por ende, al pelo rizado le decimos pelo chino. Pero esto no tiene nada que ver con los chinos, sino con los aztecas o mexicas. Resulta que en náhuatl, rizo se dice xinotl (se pronuncia shinotl), y de ahí viene que a los de pelo rizado les digamos chinos. Increíble, pero cierto. Y si no me creen, consulten cualquier diccionario decente de nahuatlismos.
 
Tomada de internet

martes, 12 de marzo de 2013

El rincón más inolvidable de Beijing

Quizá suene extraño, pero las palabras más dulces que me han dicho en China no fueron precisamente halagadoras: “¿Por qué tienes la nariz como aguja?”.

Una linda y sonriente estudiante de primaria me soltó la pregunta, de la forma más natural, al ver mi puntiaguda nariz. Nunca podré olvidarla. No sólo porque sus palabras provocaron en mí una risa estruendosa, sino también porque con su mirada me inyectó una fuerte dosis de optimismo y de alegría. Ella es hija de trabajadores migrantes que llegaron a Beijing, como muchos, en busca de una mejor vida.
La inolvidable niña al salir de clases / Foto: Li Yi
Una visita de Radio Internacional de China a la escuela primaria Jing Yu Chen para hijos de trabajadores migrantes, en la orilla sur de Beijing, me permitió conocer a esos niños que a veces no se ven, pero que forman parte de la heterogénea sociedad china.

Tres años atrás tuve la oportunidad de estar en una escuela privada, donde niños chinos y extranjeros de clase media y alta estudian juntos y se integran mientras aprenden inglés, alemán y español, realizan obras de teatro en auditorios de primer mundo, practican deportes en campos con césped y tocan algún instrumento en aulas bien acondicionadas. Aquella vez quedé impresionado por la desenvoltura de los pequeños, que no tenían pudor alguno y me bombardeaban con preguntas en inglés y en español.
Fachada de la escuela Jing Yu Chen / Foto: JCZ
Esta vez me tocó el otro extremo: una escuela con la apariencia de una bodega en medio de un descampado lleno de escombros, y cuyas instalaciones adolecen de todas las bondades de una escuela cara. Sin embargo, la labor social que realiza este centro escolar es muy importante: educar a los hijos de aquellos que no van a la universidad, que no ocupan cargos directivos en las empresas ni conducen autos de lujo, pero que mueven la maquinaria que ha hecho crecer a China en los últimos 30 años.

En todo el país hay 262 millones de trabajadores migrantes, que dejan sus pueblos, sus tierras de cultivo y toda una vida para buscar mejores oportunidades en las grandes urbes. Beijing es una de las ciudades con mayor captación de estos trabajadores. Muchos de ellos encargan a sus hijos con los familiares, principalmente con los abuelos, pero otros viajan con la familia completa.
Copiando la lección en la pizarra / Foto: JCZ
Claro está, estos niños que llegan a las ciudades tienen que estudiar, pero, por diversas circunstancias, las escuelas públicas no siempre los admiten. Ocurre también que los padres se mueven de un lugar a otro dependiendo de la oferta de trabajo y los niños no pueden asistir a las clases de forma constante.

Por fortuna, en los últimos años se han creado escuelas especiales para estos chicos, en donde los profesores, verdaderos héroes anónimos, conocen sus necesidades y desempeñan también el papel de tutores y amigos de sus estudiantes.
El profesor Zhang Huijie enseña a cada niño según sus capacidades / Foto: JCZ
Luego de entrar y recorrer por unos instantes los pasillos mal iluminados de la escuela, sonó una tonada que indicaba el término de una clase. Ahí comenzó la magia. Cientos de voces infantiles que estaban en silencio minutos atrás comenzaron a incrementar los decibeles, y en pocos segundos el bullicio inundó el lugar.

Cuando los niños se dieron cuenta de que una comitiva de extraños, con enormes cámaras fotográficas y grabadoras, estaba en la escuela, de inmediato se alborotaron, y más cuando vieron al extranjero de nariz grande y piel morena que no dejaba de sonreír. De inmediato la voz se corrió, y una horda de pequeñitos se acercó a nosotros. Algunos lucían asustados, otros emocionados, y varios de ellos nos pidieron que les tomáramos fotos. Así lo hicimos durante varios minutos, hasta que la campana sonó de nuevo y todos volvieron a sus aulas.
Jugando con los pequeños / Foto:Li Yi
El día había cambiado para ellos. Rompimos la rutina y se notaba. Todos estaban inquietos y dejaron de prestar atención a los profesores. Miraban hacia las puertas para ver si los extraños seguían tomando fotografías. Y sí, lo hacíamos, no sin cierta culpabilidad por interrumpir las lecciones, pero contentos por darles un momento diferente.

Junto con el grupo de la radio, entré a un salón de clases. Ahí entregamos ropa y material donado por los trabajadores de la emisora. Las paredes, las bancas, la pizarra, todo se veía viejo. Y los pequeños lucían diferentes a aquellos niños de clase media que van a las escuelas públicas o privadas en el centro de Beijing.

Algunos se mostraban recelosos y agachaban la mirada. Otros lucían desconcertados. Pero a los pocos minutos parecía que nos conocían de toda la vida. Ya más relajados, sonrieron ante nuestras cámaras. Algunos soltaron todas las frases en inglés que han aprendido (Hello! Where are you from? What is your name?) y otros se arremolinaron para tomarse una foto colectiva. Se dejaron y nos dejamos querer.
En un salón de clases con niños migrantes / Foto: JCZ
Debo admitir que siempre he sido como un niño. Me gusta bromear, reír y jugar con la gente. Así que en aquel salón de clases me sentí en mi elemento. Disfruté la pureza y la sinceridad de esos pequeños. Me identifiqué de cierta forma con ellos, pues aunque mi infancia no estuvo marcada por la pobreza, sí viví en condiciones más austeras que el resto de mis compañeros. Pero, sobre todo, sentí una desbordada alegría, pues estos niños son capaces de transmitir vida hasta a una roca.

Sé que muchos de ellos si acaso terminarán la secundaria. Muy pocos irán a la universidad y tendrán una vida desahogada. Pero al menos ahora cuentan con la oportunidad de ir a una de las 26 escuelas que existen en Beijing para hijos de trabajadores migrantes y de aprender no sólo lo que el profesor les enseña en el aula, sino también la cultura del esfuerzo y la solidaridad.
Niños encargados de la limpieza del patio / Foto: JCZ
Es probable que nuestra visita haya hecho sentir a estos niños importantes y les diera un momento de alegría por el simple hecho de romper con lo cotidiano. Lo que es seguro es que a mí me regalaron uno de los recuerdos que más voy a atesorar sobre China.